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Error en los contratos

La exigencia de que la otra parte actúe diligentemente es curiosa, pues a la
que se equivoca y genera todo el problema no se le exige cuidado alguno. Sin embargo, algunos ordenamientos imponen el requisito de excusable del error, con el fin de
impedir que cualquier equivocación (por muy esencial y determinante que sea) provoque la anulación del contrato.
Equívocos son muy diversos: desde falta
de información o capacidad para evaluar las diferentes
opciones disponibles hasta interferencias irracionales
producidas por manipulaciones en la forma de presentar
los datos que han de ser evaluados en el proceso
de toma de decisiones.
Desde una perspectiva económica, una promesa
efectuada erróneamente no garantiza una reasignación
eficiente de recursos, en tanto que la falla del promitente
impide considerar de manera apriorística que
este último valora menos que la otra parte el recurso
que está transfiriendo, o, inversamente, que valora
más que la otra parte el recurso que está adquiriendo.
Por lo tanto, todo contrato celebrado con error es sospechoso
de generar una situación menos eficiente que
la anteriormente existente.
Apesar de ello, sobre la base de una serie de consideraciones,
entre las que sobresale nítidamente la
preocupación por la “seguridad jurídica”, ciertos ordenamientos
legales entre ellos el nuestro no permiten
la anulación de los contratos celebrados con error
cuando la otra parte (esto es, la que no falla) no se ha
dado cuenta (ni podía hacerlo actuando diligentemente)
de la existencia del vicio.
En las líneas que siguen intentaremos demostrar
que esa solución no es la más óptima.
¿POR QUÉ CELEBRAMOS
CONTRATOS?
Las personas celebran contratos
para “autorregular sus intereses disponibles”.
Formalmente, esa visión es correcta desde
que el contrato no supone otra cosa que adoptar
voluntariamente determinadas reglas que son percibidas
por las partes como adecuadas o convenientes
para sus intereses.
Las personas celebran contratos por que piensan
que a través de éstos reasignarán sus recursos a usos
alternativos más eficientes, alcanzando de esa manera
un estado de bienestar superior.
Analicemos un ejemplo para comprobar la veracidad
de este enfoque. Imaginemos que yo heredo un
terreno en alguna parte. Empero, yo ya no
vivo en ese lugar del país, por lo que es claro que tendré
muy pocos incentivos para explotar directamente el
terreno en cuestión. Sin embargo, es muy probable
que existan muchas personas que sí tengan esos
incentivos (pensemos en un vecino que desea sembrar
maíz o construir un albergue para turistas).
Por tanto, si Y está dispuesto a ofrecerme una
suma de dinero que represente más o menos el
valor de mercado del terreno, seguramente celebraremos
un contrato, pues para mí será más valioso el
dinero que el terreno (con el primer recurso puedo
pagar la deuda hipotecaria que mantengo con un
banco local), mientras que para Y será más valioso
el terreno que el dinero (con el primer recurso puede
generar ganancias que superen el retorno que el
mercado financiero ofrece por el segundo recurso).
Pero no sólo ambos estaremos mejor, la sociedad en
su conjunto también lo estará.
En efecto, al pagar mi deuda hipotecaria facilitaré
la realización de nuevos préstamos de esta naturaleza
por parte del banco; compraré cosas que antes no
podía comprar, etcétera. Por otro lado, al cosechar
maíz u operar el albergue para turistas, Y generará
nuevos empleos, dinamizará el comercio de la zona,
etcétera. Al final del día, esa pequeña transacción contribuirá
a generar riqueza para la sociedad y mayores
ingresos (vía impositiva) para el Estado.
De tal manera, el contrato, pues, habrá permitido
que dos recursos (terreno versus dinero) tal vez asignados
fortuitamente, sean reasignados racionalmente
a usos alternativos más valiosos, generando, de este
modo, una mejora general en la sociedad.
RESPALDO DE LA LEY (ESTADO)
Los contratos deben ser respaldados por el Estado,
pues al posibilitar la reasignación de los recursos a
usos alternativos más eficientes generan bienestar
para las partes y para la sociedad en su conjunto. El
nivel de respaldo, empero, no requiere ser en todos
los casos “absoluto”. En efecto, en ciertas circunstancias
la protección contractual absoluta, representada
por la ejecución forzada, puede constituir una “sobreprotección”
y, por tanto, generar más costos que
beneficios. En este sentido, la protección estatal
requerida puede perfectamente limitarse a otorgar un
remedio indemnizatorio.
En ciertas situaciones, sin embargo, el Estado no
debe respaldar los contratos celebrados (cuando la
transacción es ilícita, por ejemplo). Una de esas situaciones
es la que envuelve al error. En efecto, consideraciones
morales aparte, desde un punto de vista económico,
existen dos razones por las cuales los contratos
celebrados con error no deben ser exigibles.
Veamos.
La primera razón tiene que ver con los resultados
ineficientes que presumiblemente producen dichos
contratos. Si yo compro una casa pensando en utilizarla
como establecimiento comercial y luego descubro
que las normas municipales me impiden llevar
mis planes a cabo, tendré que vender esa casa para
retornar a la situación anterior, que resulta ser mejor
que la que tengo ahora. El problema radica en que el
retorno a la situación más beneficiosa es incierto y
oneroso en tanto genera costos de transacción adicionales
que podrían ser ahorrados de otro modo.
La segunda razón tiene que ver con las excesivas
precauciones que las personas tomarían para
evitar cometer equivocaciones en caso de que los
contratos celebrados con error fuesen exigibles. Un
análisis comparativo de costos y beneficios sugiere
que sería mejor para la sociedad anular esos contratos
que “invertir” en sobreprotección.
ANULACIÓN DEL ACTO
JURÍDICO
El Código Civil (CC) establece que el error es causa de
anulación del acto jurídico cuando es esencial, determinante
y conocible. El error es esencial cuando recae
sobre aspectos de la operación que el legislador considera
vitales (cualidad del objeto del acto, motivo del acto,
etcétera). El error es determinante cuando, según la
apreciación general, su existencia es la causa que provoca
la celebración del acto. Finalmente, el error es
conocible cuando, actuando diligentemente, la otra parte
puede darse cuenta de la existencia del equívoco.
A la luz de lo dispuesto por el código en cuestión,
no hay acción de anulación si (a) una parte se equivoca
sobre un aspecto vital de la operación; (b) la equivocación
es la causa de la celebración del contrato; y
finalmente, (c) la otra parte no puede, aun actuando
diligentemente, advertir la existencia del problema.
Esto significa que el contrato celebrado produce todos
sus efectos y resulta respaldado por el Estado, a pesar
de que no exista garantía alguna de que las partes
están reasignando los recursos a usos alternativos
más eficientes.
EJEMPLO-PROBLEMA
Supongamos que X y Z celebran un contrato de compraventa
de una vaca (Rosita S). X, dedicado
al negocio de comercialización de ganado, pensaba
que Rosita S era infértil. Por esa razón, decidió
venderla a $ 100 (precio al que normalmente se venden
las vacas infértiles de similares características). Z,
por su parte, no tenía idea acerca de la fertilidad o infertilidad
de Rosita S. Él, simplemente, quería
comprar una vaca con fines recreativos: tener más animales
en su casa de campo.
Al momento de entregar a Rosita S, los
ayudantes de X se percatan que aquélla se encuentra
preñada. Ante tal situación, X se arrepiente de haber
celebrado el contrato y trata de encontrar argumentos
para no desprenderse de Rosita S, dado que
una vaca fértil está valorada por el mercado en $ 800.
En las reglas del CC peruano, ¿qué podría hacer
X? Habida cuenta que su error (esencial y determinante)
no fue ni podía ser conocido por Z. Está claro
que no podría anular el contrato. Ahora bien, ¿es aceptable
que X se encuentre obligado a entregar a Rosita
Segunda por el precio pactado?
El problema que la pregunta planteada encierra se
reduce a lo siguiente: ¿debemos permitir que X asuma
una pérdida inesperada y que Z obtenga una ganancia
inesperada? Si las partes hubiesen contratado teniendo
información completa acerca de las características
de Rosita S, la diferencia entre el valor de mercado
y el precio pactado sería legalmente irrelevante,
pues, para las partes este último representaría sus preferencias
individuales. Como quiera que, sin embargo,
la transacción fue realizada sin que una de las partes
estuviese consciente de las características del bien, la
pregunta planteada cobra sentido.
Si consideramos que por seguridad jurídica o
alguna otra razón el contrato no debe anularse,
entonces estaremos permitiendo que Z obtenga algo
que nunca buscó: una ganancia de $ 700. En efecto,
racionalmente, se puede presumir que una vez enterado
de la existencia de la diferencia de precios (de
mercado) de vacas fértiles e infértiles, Z venderá a
Rosita Segunda (a $ 800) y, con parte del precio obtenido,
comprará una vaca infértil (a $ 100).
Reemplazar a Rosita Segunda generará para Z una
ganancia inesperada de $ 700. Obviamente, X será
quien cubra esa ganancia.
Como la situación descrita no parece satisfactoria,
es más que seguro que X tratará de impedir que la
misma, finalmente, se produzca. ¿Pero qué podría
hacer? A pesar de que la acción de anulación no estará
disponible para X, este último podría vender a Rosita
Segunda a un tercero de buena fe y proceder con la
entrega respectiva. Ante el incumplimiento de X, Z
podría demandar el pago de una indemnización. ¿A
cuánto ascendería ésta? Probablemente a no más de
$ 50, asumiendo que esa cantidad representaría el
mayor costo de encontrar una vaca que cumpla las
funciones meramente ornamentales que Z buscaba en
Rosita S.
SOLUCIÓN
Quizás las reglas de anulación de los contratos celebrados
con error deban ser diferentes. ¿Qué pasaría si
la parte que comete el equívoco (esencial y determinante)
pudiera anular el contrato en cualquier caso?
Si la otra parte hubiera conocido el error, no existiría
razón alguna para concederle una indemnización,
pues dicha parte habría celebrado el contrato
sabiendo de antemano que el mismo no necesariamente
reasignaba el recurso a un uso alternativo,
más eficiente y, por tanto, que la protección estatal no
estaba garantizada. Por el contrario, si la otra parte
no hubiera conocido el error, sí existirían razones
para concederle una indemnización, pues dicha parte
habría confiado en que la transacción era completamente
beneficiosa y, consecuentemente, debía
merecer el respaldo del Estado.
MODIFICACIÓN
DE LA NORMA
En esta línea, ¿por qué no adoptar una nueva
regla que permita a la parte que se equivoca anular
el contrato con tal de que resarza a la otra (en
caso de que esta última no haya conocido la existencia
del error)?
Con esa regla, la parte que comete el error sólo
anulará el contrato si su verdadera valoración de $ 800
supera el monto de la indemnización válidamente
reclamada por la otra parte: $ 100. De este modo, tendremos
la seguridad de que el recurso siempre terminará
en manos de quien más lo valora. Y como quiera
que, en el peor de los casos, la parte que no comete el
error recibirá una indemnización, ninguno de los contratantes
estará en una situación peor, a diferencia
de lo que ocurre en la regla actual.
Ahora bien, para que la regla propuesta funcione,
la indemnización tendría que ser completamente compensatoria,
esto es, no estar limitada a los daños directos,
inmediatos y previsibles. En efecto, en este caso
particular la “indemnización limitada” (que en materia
contractual genera más ganancias que pérdidas, a
diferencia de lo que ocurre en materia extracontractual)
podría generar una distorsión en la percepción de la
valoración de la parte inocente y de este modo permitir
que la parte que comete el error retenga el recurso,
a pesar de valorarlo menos.
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En un trabajo fundacional sobre el proceso de toma de decisiones, Amos Tversky y Daniel Kahneman han demostrado que, en materia de preferencias individuales y
toma de decisiones, el simple orden de los factores sí altera el producto, por lo que las preferencias y decisiones pueden ser altamente manipulables. Ver: The Framing of Decisions and the Psychology of Choice. En Science, volumen 211, 1981. pp. 453 a 458.

El debate sobre qué remedio contractual resulta el más óptimo tiene larga.
Afirmando las bondades de la ejecución forzada: Alan Schwartz. The Case for Specific Performance. En The Yale Law Journal, volumen 89, N° 2, 1979. pp. 271 a 306.
Sosteniendo la posición contraria: Steven Shavell. Specific Performance versus Damages for Breach of Contract: An Economic Analysis. En Texas Law Review, volumen
84, num. 4, 2006, pp. 831 a 876.

En esta línea: Shavell, Steven, Foundations of Economic Analysis of
Law, The Belknap Press of Harvard University, Cambrigde–London, 2004. pp. 330 y 331.

Descubierta una vez que el error se hace evidente.

En este sentido, la situación producida por la regla propuesta sería la más “óptima” con los parámetros de bienestar de Kaldor-Hicks.